domingo, 30 de agosto de 2009

Domingo (Parte I)


Los días nos cambian, nos nutren, nos pudren. Son buenos, malos, buenos y malos. Creamos líneas en las que pretendemos dividirlos: la naturaleza nos dio la noche y el día. A la vez, podemos tener la mejor jornada en la cama y sumergirnos en la miseria en el trabajo. Al final del día hacemos balances, hacemos planes. El día es un núcleo de inmanencia pura. Hay quienes creen que todos los ciclos de 24 horas son perfectos y que nosotros, hombres y mujeres del mundo, los hacemos una porquería. Otros creemos lo diametralmente contrario: creemos que los días son naturalmente insulsos, desastrosos, y que depende del Uno hacerlo glorificante, bueno. Lamentablemente, los egoístas somos de ese modo optimistas, pues no podemos hacernos cargo de una jornada terrible.
Por ejemplo, el domingo, el momento que el Señor decidió tomarse para descansar, es el día con mayor cantidad de suicidios en el mundo. Hoy, domingo, alguien que no podrá hacer de su día un momento placentero decidirá morir. No es casualidad que esto suceda así. La propia naturaleza del hombre lo ha llevado a segmentar y encuadrar sistemáticamente todo lo que hace. Así se inventaron las estructuras, y entre ellas, la semana. Y no es azaroso que el domingo sea un día suicida y de tristeza, ya que es al mismo tiempo la clausura y la apertura de una semana. Es el paso de una estructura a otra. Eso requiere de un esfuerzo especial de todo individuo. Quienes no pudieron hacer nada por su jornada por sentirse solos, más allá de cualquier cuerpo que los acompañe en su vida, son los que tienden en principio a preguntarse si vale la pena hacer ese esfuerzo para pasar a la siguiente estructura. Quienes, además, tienen tatuada en la corteza cerebral, en representación del pecado capital que representa a cada persona, la palabra “pereza”, tendrán el camino allanado para olvidar los malos días.
Esta es la historia de un joven egoísta, desganado y de alma solitaria que vive su último domingo.

viernes, 21 de agosto de 2009

Café El olvido


Ella y él se sientan en una mesa en la mitad del salón del café y creen que pasarán desapercibidos. Ambos saben por qué están ahí, pero lo disimulan como quien sabe el secreto de que dios no existe. Se miran como siempre, pero sus ojos se dicen “¿Vas a hablar vos primero?”. Él pasa las hojas de la carta sin leer, ella busca su celular en su bolso porque cree haberlo oído sonar, pero sabe bien que lo apagó porque no quiere ser interrumpida. Ella lo va a dejar, y sabe que él está al tanto de que el amor que los unía se fue en la última pitada del cigarrillo que compartieron la última noche que pasaron juntos, hace cinco días.
Pensar en momentos en los que hacen falta palabras suele hacer que el tiempo se dilate, se vuelva tan elástico como el primer chicle que come un niño. Él la mira fijo unos instantes, ella tiene la mirada perdida detrás del ventanal que da a la Avenida de Mayo. Él suspira y siente que con esa exhalación se van algunas de las tardes en las que juntos tiraron piedras al lago cerca del campo de su familia.
Cuando ella vuelve la mirada hacia él se da cuenta de que el espejo que solía ver está roto y se ve partida, en fragmentos. No siente angustia porque sabe que lo inevitable no se sufre, se padece.
-Sabés que esto es difícil -comenzó al fin ella-. Me duele porque no sos uno más.
Él no duda del dolor de ella, y no puede juzgarla porque diga que no es uno más.
-Si esto fuera fácil… -murmuró entre dientes él-.
-Si esto fuera fácil seguiríamos siendo uno –ayudó ella, y terminó la frase que él no se animó a soltar-. Sabés que tengo que irme.
-Sí, lo sé, es tu vida y tu oportunidad –dijo él-. Sería mentirme a mí mismo decir algo distinto.
-Nos va a hacer bien –continuó ella con una sonrisa nostálgica y sincera-. Además, cuando nos volvamos a ver es probable que no nos reconozcamos.
Él sonríe y saca la mirada de la madera ya gastada de la mesa. Se encuentra nuevamente con esos ojos miel que le transmiten algo similar al calor del vientre materno.
-Sí, eso sería lo mejor que podría pasarnos –pensó en voz alta él, como siempre que hablaba con ella.
Ella se para y se acomoda el saco de hilo que lleva puesto. Lo mira completo con la certeza de que esa imagen será ese momento y nada más, que no lo recordará la próxima vez.
-Chau, hermanito –dice ella, y lo besa en la frente.

Ella sale por la puerta lateral del café y se mezcla en el aluvión de gente. Él se da cuenta de que no volverá a verla, y es feliz.